VAMPIROS COTIDIANOS
          Laura Michel Sandoval

          Los dos muchachos estaban sentados, muy quietos, en el sitio más
          escondido de la cafetería del centro comercial.

          El joven tenía ojos y cabellos oscuros; su amiga era más bien rubia.

          Estaba sorbiendo lentamente los últimos restos de su malteada de fresa,
          y no despegaba los ojos del vaso.

          Él miró su reloj, con aire inquieto. La amiga dio un sorbido demasiado
          fuerte.

          - ¿Entonces? - dijo.

          Él se frotó las manos.

          - A partir de las siete, no salimos de aquí - murmuró, hablando como
          consigo mismo.

          La amiga frunció el cejo e hizo a un lado su vaso.

          - Mira - dijo él, poniendose todavía más nervioso -, no creas que no me
          importa que... bueno, que... digo, bueno, que... que... que... no te la
          estás pasando bien, pero...  tú sabes... es por el horario social, y...

          - El horario social, que bien - repuso la amiga -. Que si no te vas a
          tales horas, te multan y todo eso. Ya se‚.

          - Eh... no, no es cierto - replicó él, sin decirse que ella no entendía
          en lo absoluto -. No te multan. Lo que pasa es que... digo, si nos dan
          las siete, vamos a... a tener que quedarnos aquí toda la noche.

          - Ah, sí; para que luego me regañen a mí; que bien -. El muchacho
          intentó, sin exito, un cruce de miradas -. Por cierto, ¿que horas
          tienes?

          Él volvió a mirar el reloj.

          - Ya faltan veinte. Mira, si quieres, te llevo a tu casa y nos vemos
          mañana, te parece?

          - ¿Faltan veinte? Que raro; mi hermanita y sus cuates ya deberían estar
          aquí.

          Él se frotó los nudillos, sin saber que decir, sin saber que hacer. En
          definitiva, esa era la cita más espantosa que hubiera podido tener.

          Nunca más, se dijo; nunca más volvería a salir con una chica que todavía
          viviera con su familia, que tuviera que pasear a un montón de chiquillos
          por un centro comercial y, mucho menos, que no conociera las reglas del
          horario social. Y encima...

          - ¿Y si vamos a Mentgar? ¿Y si nos damos una vueltecita por la plaza? -
          murmuró ella.

          Él casi saltó.

          - ¿¿¿Que???

          - Le dije a mi hermanita que íbamos a ir a Mentgar. Ah, que bueno - dijo
          la amiga, mirando hacia afuera -. Creo que ya llegaron.

          Él siguió la mirada de la chica, y fue a dejar los ojos en el aparador
          del frente. Se puso pálido.

          - A Mentgar, ¿por qué no? - dijo, con la voz más firme que pudo hacer.
          Tomó de la mano a su amiga y la arrastró, seí, la arrastró hacia la
          cocina.
          ¡Una puerta trasera; tenía que haber una puerta trasera...! Se cruzó con
          la mesera que los había atendido, le arrojó un billete a la cara y se
          metió a la cocina.
          - Oye - comenzó a protestar la amiga, pero él estaba lejos de hacerle
          caso. Se había puesto a revolver en los grandes especieros -. Hay que
          esperar a mi hermani...

          Por fin dio con lo que buscaba. Se llenó los bolsillos de dientes de ajo
          y condujo a su amiga a la puerta trasera.

          Maldita costumbre, los hijos mayores teniendo que cuidar a los menores.
          Como si los padres no se dieran cuenta de que lo que más les gustaba a
          los chiquitos era irse en pandillas al piso alto del centro comercial.

          Grandioso.

          Una vez fuera, él se dio tiempo de aspirar un poco de aire. La amiga se
          le quedó viendo, tratando de componer la expresión más desagradable
          posible. Él se perdió el principio del sermón. Estaba muy concentrado en
          el ruido de la cafetería. Como ya lo esperaba, unos segundos después se
          oyó un estrépito de cristales rotos y el lugar se llenó de oscuridad y
          gritos.

          - Qué sitio más escandaloso - comentó la muchacha, con el gesto torcido
          - Y encima les dejaste todo el billete.

          - Por la propina - se excusó él rapidamente, mientras la volvía a tomar
          de la mano e intentaba echar a correr. Los grandes almacenes Mentgar no
          quedaban muy lejos, y se le había ocurrido una idea. La amiga, por
          supuesto, no se dejó llevar por la paz, y él tuvo que inventarle unas
          cuantas mentiras sobre cómo, al principio de la cita, había quedado de
          verse con la hermanita en el departamento de juguetes.

          Siempre se había jactado de ser un chico de mente abierta y buen sentido
          de la tolerancia. Siempre, hasta que ellos se presentaron. Comenzaron
          por poner anuncios en los periódicos para anunciar la formación de su
          club. Una vez organizados, se dedicaron a promover eventos culturales y
          deportivos a la luz de la luna; más tarde abrieron una discoteque y
          pronto tuvieron un órgano de difusión propio. Su último paso fue
          construir ese dichoso centro comercial, lo que todo el pueblo acogió con
          gusto, y tuvieron el descaro de contratar vecinos locales para este
          último proyecto.

          Él los conocía, y, sinceramente, los odiaba. No tanto, aunque algo había
          de eso, porque hubieran llegado con su imperio social y financiero a
          transtornar la tranquila vida de la pequeña población, sino por las
          cosas horribles que le hacían a la gente. Y lo peor era que nadie, por
          lo visto, parecía darse cuenta. O bien, si se daban cuenta y se lo
          tomaban como una ventaja a su favor. Para los adultos, quizás era muy
          interesante formar parte de una sociedad prestigiosa. Y los niños... los
          niños simplemente no podían resistir las maquinitas en el piso de
          arriba. Un lugar al que solo le faltaba tener un letrero que indicara
          que ahí era la base de los trabajos sucios, y tan ominosos que ni
          siquiera él se hubiera atrevido a entrar.

          Los odiaba. Pero no podía acusarlos de deshonestidad. Nunca habían
          ocultado que eran ni a que habían llegado. Fueron ellos mismos los que
          establecieron el horario social para la protección del ciudadano y
          fijaron carteles con el estatuto en todas las avenidas y los edificios
          importantes. Los ciudadanos pasaban delante de los carteles, les echaban
          una ojeada, y seguían de largo como si nada.

          Él hubiera preferido incredulidad, burla, cualquier otra reacción a esa
          estúpida indiferencia. Junto con unos amigos, se propuso hacer frente a
          la nueva amenaza, y, pese a ser ateo por moda, se convirtió en asiduo
          visitante de la iglesia, de donde siempre salía con un frasco de agua de
          la pila bautismal, y le dio por llevar un crucifijo enorme colgado del
          cuello. Detalles como estos desagradaron tanto a sus amigos que acabaron
          por hacerlos a un lado junto con los palos de escoba puntiagudos y los
          collares de ajo, y lo dejaron solo. Muchos prefirieron unirse a los
          recién llegados a hacer el ridículo. Pero lo peor fue en el trato con
          las chicas. Generalmente a las chicas el crucifijo y los ajos no les
          hacían la más mínima gracia.

          Con el abandono de sus amigos y la renuencia de las muchachas a salir
          con él, estaba sintiendose muy solo. Nadie quería estar con un muchacho
          que respetara el horario social tan estrictamente y estuviera en casa a
          las siete de la noche. La noche se había hecho para pasarla bien, para
          ir a la disco y quedarse ahí hasta la madrugada. Todos lo hacían. Y, muy
          poco a poco, iban desapareciendo. En números pequeños, nunca más de tres
          por fin de semana. Nadie volvía a verlos a la luz del día, y solo a unos
          pocos podía encontrarseles de noche, emborrachándose en la disco o
          merodeando el local de las maquinitas en el centro comercial.

          Los grupos en las escuelas comenzaron a mermar. La soledad psicológica
          del muchacho se hizo física también: de los treinta condiscípulos con
          los que había comenzado el semestre quedaban solo dieciocho. Pero el
          cielo se le abrió al conocer a la bonita muchacha provinciana. Sus
          padres se habían mudado a la ciudad hacía ya dos meses, pero nadie
          quería salir con ella porque los papás siempre la obligaban llevar con
          ella a la hermana de diez años. Ésta, cabe decirlo, se había hecho
          enormemente popular apenas llegara, y siempre cargaba con cinco o seis
          amigos. Él se dijo que aceptaría este inconveniente, con tal de que ella
          aceptara su invitación.

          - ¿A donde quieres que vayamos? - le había preguntado.

          - Al centro comercial - había contestado ella, sonriendo. Y él se forzó
          a corresponder a su sonrisa, aunque el alma se le había caído al piso.
          Pero acabaron yendo. Les resultó imposible controlar a los chiquillos,
          que solo querían corretear de un lado a otro y meterse en todos los
          rincones. Finalmente, la amiga tomó a la hermana de una oreja y le dijo
          que se fuera a dar la vuelta, pero que a las seis y media fueran a la
          cafetería para ir todos juntos a los grandes almacenes Mentgar. Con el
          alma en un hilo, él vio a los felices niños abordaban el ascensor
          panorámico y oprimir el botón de la planta alta. Desde entonces, su
          mente había estado un tanto nublada, y con seguridad no había resultado
          una buena compañia ni mucho menos para la chica, que, a los pocos
          minutos, comenzó a dar señales de aburrimiento.

          De camino a los almacenes Mentgar, él se echó un diente de ajo a la
          boca. Lo masticó un poco, escupió en la palma de su mano y untó la
          saliva en los hombros de la amiga en un momento que ella se había
          detenido a contemplar un aparador. Ella interpretó el gesto como una
          caricia y sonrió levemente. Para entonces, el ruido de la cafetería ya
          había quedado lejos.

          - ¿No te gusta ese pantalón? - preguntó la amiga -. Creo que lo tienen
          en oferta... ¿Habrá  de mi talla?

          Por dentro del aparador, estaba pegado con cinta adhesiva uno de los
          anuncios del horario social.

          HORARIO SOCIAL

          Estimados clientes y amigos: Les suplicamos retirarse a sus hogares
          antes de las siete de la noche. No nos hacemos responsables de su
          seguridad en las calles después de esa hora. Sentimos las molestias que
          esto les ocasione.

          El cartel fue un recurso horrendo e inoportuno. Aunque la amiga deseaba
          entrar a la tienda a probarse el pantalón, él tuvo que pedirle que se
          apresuraran a ir a Mentgar, ya que la hermanita y los amigos podrían
          estar aburriendose ahí. Aunque muy contrariada, ella aceptó. Apenas se
          hubieron marchado, el local quedó a oscuras y en el cristal aparecieron
          tres inverosímiles rostros de niños.

          Él miró, una vez más, su reloj. ­Pero si apenas eran las seis y
          cincuenta y cinco! Evidentemente, a los propietarios del centro
          comercial se les estaba olvidado respetar las reglas que ellos mismos
          habían impuesto. Solo cuando vio el cielo, muy nublado, comprendió.
          ¿Desde cuando respetaban las reglas los niños? Se metió la mano a la
          chamarra, cerró el puño sobre el crucifijo, que había guardado toda la
          tarde, y palpó un objeto del que ya casi nunca se separaba: su pistola
          de agua.

          Los grandes almacenes Mentgar, con tres pisos de alto, eran el punto
          focal del lugar. Estaban iluminados por fuera con una luz ligeramente
          amarillenta, y el nombre de la tienda y el de la compañia resaltaban en
          rosados letreros de neón. Él se adelantó para abrir la elegante puerta
          de cristal. Cuando su amiga, asombrada ante la cortesía, pasó, él entró
          a su vez, y cerró la puerta con la rapidez y fuerza suficientes para
          estrellandosela en la cabeza a un niño que había saltado tras ellos. La
          sangre tiño las resquebrajaduras del vidrio, como si fueran pequeñas
          venas en un modelo anatómico.

          La amiga, mientras tanto, ya se había adelantado al departamento de ropa
          y accesorios. Estaba inclinada sobre un brillante mostrador de joyera de
          fantasía. Él se echó varios dientes de ajo a la boca y corrió a
          alcanzarla.

          - Mira estos collares - estaba comentando ella -. Tengo una amiga que
          tiene unos parecidos, pero que son de lo más corriente.

          Él percibió un movimiento bajo el mostrador.

          - Mira los sombreros - gritó -. ¿No dijiste que querías un sombrero? - e
          hizo un ademan  hacia atrás. Cuando la amiga se volvió para mirar,
          escupió en la cara de la niñita que acababa de saltar sobre el
          mostrador.

          Se introdujeron, los dos, en el laberinto que era la sección de ropa.

          Ella no dejaba de mirar y admirar los diferentes modelos mientras él
          permanecía vigilando sobre sus hombros. Se consoló pensando que, por
          primera vez en toda la tarde, ella parecía contenta.

          El reloj marcaba ya las siete y cuarto. Departamento por departamento,
          la tienda iba oscureciendose y llenándose de gritos de clientes que no
          habían respetado el horario social. Él, con muchas dificultades,
          convenció a su amiga de que fueran a la sección deportiva, que aún
          estaba iluminada. Ella, un poco renuente, accedió.

          La sección deportiva, a esas horas, estaba prácticamente abandonada. El
          muchacho vio, a lo lejos, una tienda de campaña armada en exhibición.
          Mientras la amiga se quedaba leyendo las etiquetas de las fajas
          reductoras, él descolgó de la pared un arco de poleas y un carcaj con
          flechas de madera. Los introdujo como al descuido en la tienda y
          comprobó, con alivio, que alguien había puesto dentro una bolsa de
          dormir.

          Llamó a la amiga, la hizo meterse en la tienda, y mientras ella veía con
          curiosidad el arco y las flechas corrió el cierre de la puerta. Ella se
          volvió al oír el ric-rac.

          - Aquí¡... - intentó explicar él -, eh... aquí... aquí si quieres...
          podemos pasar la noche.

          La amiga chilló.

          - ¿¿¿Y mi hermanita???? ¡Me van a regañar en mi casa!

          Él, que había hecho un gesto impotente para que guardara silencio,
          intentó calmarla.

          - Acabo de verla en la ropa. Me dijo que los papás de uno de sus amigos
          iban a venir por todos ellos - mintió -. Le dije que le avisara a tus
          papás que nos íbamos a ir a la disco.

          Ella lo miró a los ojos, por primera vez, y se ruborizó.

          - ¿Es en serio?

          - En serio.

          La amiga bajó los ojos.

          - Bueno, si quieres... - y se lanzó a sus brazos y lo besó con
          intensidad. No había tenido el tiempo de recuperarse del inesperado pero
          agradable desconcierto, cuando ella se retiró llena de asco.

          - ¡Oye! - protestó -. ¿Qué nunca te lavas los dientes?

          Él no tuvo tiempo de contestar. El techo de la tienda se rajó a la
          mitad, y dos sonrientes caritas aparecieron a la vista. Uno de los niños
          intentó morderle el hombro, y para esquivarlo y al mismo tiempo sacar la
          pistola de de agua tuvo que arrojar a su amiga al suelo. La muchacha
          gritó, lo suficientemente alto para ahogar los chillidos de los niños al
          recibir sendos chorros de agua a la altura de los ojos.

          Él se quitó de encima los restos de la tienda. La expresión de su rostro
          revelaba una furia que ya no podía contener. Tras verificar la carga de
          su pistola de agua, se inclinó, y, sin hacer caso de la amiga que
          intentaba levantarse por entre la lona y los barrotes, recogió el arco y
          se echó el carcaj a la espalda. De tirón, arrancando incluso algunos
          botones, se abrió la camisa, dejando al descubierto su enorme crucifijo.
          Estaba harto.

          - El horario social - masculló.

          Revisó por última vez su reloj. Marcaba las siete cincuenta.

          El horario social... Ellos habían cumplido su parte al avisar al público
          que era peligroso salir de casa al anochecer. Era una medida necesaria
          de convivencia, que él, hasta entonces, había respetado. Pero, ahora
          suponía, como el error ya se había cometido, poco quedaba por hacer,
          salvo esperar una larga noche y abrirse paso a punta de flecha y con las
          pocas reservas de agua bendita que le quedaban, hasta su casa. O esperar
          a que amaneciera, sin dormir. Para empezar, tendría que hacerse cargo de
          la hermana de su amiga y de sus compañeritos, que, en ese momento (uno
          con la frente descalabrada y otros tres con los rasgos faciales a medio
          derretir) le cerraban el paso, jadeando expectantes por entre los
          colmillos.

          Colocó una flecha en el arco y apuntó. La amiga, por fin de pie, lo miró
          con los ojos llenos de lágrimas y dio patadas en el suelo como un
          chiquillo malcriado.
          - ¡Jamás vuelvo a salir contigo! - gritó.

          En ese momento, se apagaron las luces de la sección deportiva.


           Enrique Cardona

          Enrique Cardona es uno de los mejores ilustradores de LABERINTO. Es Diseñador Gráfico y tiene en su haber algunos premios por ilustración como el primer lugar obtenido en MECyF 1996. Actualmente trabaja en diseño publicitario y se encuentra en el proyecto de reforma del diseño de la revista donde lleva junto con Ana María González, la dirección.

          1.- Leonardo Ilustración para su propio relato Los Manuscritos Perdidos de Leonardo(I)
          2.- Enfrentamiento Ilustración para el relato Las Reglas del Juego de Gabriel Benítez L.