Adolfo Tavizón
Yamsha torció el cuello en dirección al bosque por centésima
vez. Tenía que cerciorarse de que no se acercara nadie que
pusiera en peligro a los moradores del castillo del clan Minamoto; de él
dependía la seguridad de los hijos de Amaterasu, diosa del sol.
Después de una dedicada y exhaustiva revisión visual
del terreno (un valle rodeado por un bosquecillo de cerezos y moreras,
cubierto por cientos de crisantemos y con un lago artificial en el centro),
Yamsha se convenció de que, aparte de varias ratas, no había
nada que amenazara al castillo. Suspiró aliviado y volvió
a encerrarse en sus pensamientos, hasta que empezó a sentir comezón
en la espalda; el kimono de lana que le cubría el torso le rozaba
la piel a pesar de la camisola de algodón que llevaba debajo.
Intentó ignorar el molesto picor, pero era demasiado insistente
como para no hacerle caso, así que se pasó la mano izquierda
por la parte de arriba de la espalda para rascarse, pero le fue imposible.
La armadura samurai que portaba tenía demasiados arreos, tachas
y placas para permitírselo.
De pronto, por el rabillo del ojo vio moverse algo cerca de una de las
enormes rocas que había en la ladera del valle. Fijó
la mirada en esa zona por un momento... nada se movió; entonces
volvió a enfrascarse en su lucha contra la armadura.
Tras vanos intentos Yamsha se dio por vencido; si no se quitaba el
peto o utilizaba alguna
herramienta para rascarse, jamás se desharía de esa molesta
comezón. Decidió que quitarse
la armadura sería demasiado trabajo y consumiría mucho
tiempo, tiempo que no podría
desperdiciar ya que la comezón no lo dejaba ya ni pensar; así
que optó por la segunda alternativa. Eso significó otro problema:
lo único que tenía a mano era su katana, y utilizarla para
algo tan mundano como frotarse la espalda era faltarle al respeto a todos
sus antepasados.
Miró primero a la izquierda, y luego a la derecha rápidamente;
miró, después, hacia atrás con
los ojos bien abiertos, se sacó el casco, desenfundó
la katana, la tomó por la hoja y la introdujo
entre la camisola de algodón y su piel. Cualquiera que lo hubiera
visto en ese momento habría
jurado que el muchacho estaba a punto de morir de placer.
En aquel momento Yamsha experimentó la sensación más
deliciosa que jamás hubiera
tenido. Sólo rezó porque su padre y el resto de los samurais
que habían llevado esa katana
estuvieran mirando hacia otro lado desde su morada celestial. Cuando
terminó de rascarse guardó la katana en su funda y se puso
el casco apresuradamente para que ningún otro guardia lo viera.
al
Mucho más aliviado, Yamsha volvió a vigilar el valle.
El viento nocturno sacudía ligeramente las copas de los árboles
y apenas sí hacía temblar la superficie del lago. De pronto,
una sombra brincó de un árbol a otro. Al querer alcanzar
una rama del segundo árbol, la ágil figura se diocuenta de
que había tomado demasiado impulso y fue a dar contra un montón
de rocas varios metros más allá de su objetivo con el característico
ruido seco de huesos al quebrarse. Pero Yamsha ni siquiera se dio cuenta
del instante en el que la sombra se levantaba reacomodándose las
costillas y soltando una silenciosa maldición, ya que se había
dado la vuelta para examinar detenidamente su katana. La miró
con ojos de respeto durante largos segundos, y después, con una
sonrisa divertida, la desenfundó mientras decía:
- No creo que mi padre se moleste si me vuelvo a rascar, aunque, pensándolo
bien, si se enoja ni modo; él está muerto y yo no.
Volvió a quitarse el casco y a pasarse el mango de la katanapor
la espalda. El rascarse con
una espada que habla pertenecido por setenta y dos generaciones a su
familia y que
había derramado la sangre de más de seiscientos enemigos
era algo exquisito; definitivamente una deshonra a la tradición
familiar, pero algo exquisito al fin
y al cabo. Además, pensó, a alguno de los setenta
y dos portadores de la katana había tenido que darle comezón
alguna vez, tenían que entenderlo; pero en todo caso, si no lo entendían
ni modo; al igual que su padre, ellos
estaban algo más que bien muertos.
En eso pensaba Yamsha cuando la sombra volvió a moverse, esta
vez en dirección a la puerta que él guardaba. Al intentar
deslizarse sin ser vista, la sombra pisó en mal forma una piedra
cubierta de musgo que lo hizo resbalarse por la ladera del valle hasta
llegar al centro del mismo junto al lago. Nuevamente la sombra soltó
una silenciosa maldición y nuevamente Yamsha no lo escuchó
en el éxtasis de rascarse la espalda.
El joven samural enfundó su katana, y al volverse para revisar
nuevamente el valle no hubo de esforzarse en localizar a algún posible
enemigo del clan; esta vez, con 1a más absoluta falta de precaución,
la sombra se acercaba hacia él.
Odio y frustración leyó Yamsha en los ojos del que ahora
reconocía como un ninja; ojos, que de no haber estado iluminados
por las antorchas del castillo, brillarían con fuego propio en la
más oscura de los penumbras. Su cuerpo delgado y bajo de estatura,
enfundado en un traje negro que lo cubría de pies a cabeza, estaba
tenso por los ansias reprimidas de matar.
-¡Hola! ¿Qué se le ofrece? - atinó a preguntar
cándidamente Yamsha, recibiendo por respuesta un helado silencio-.
¿Viene con intenciones agresivas?
El ninja contestó esta vez de una forma igual de silenciosa
pero mucho, mucho más dinámica: con un rápido movimiento
de la mano izquierda despojó a Yamsha del casco, y con la derecha
extrajo de su uniforme un pequeño cuchillo que, a la luz de plata
de la luna, se manchó con sangre de la garganta del joven guerrero.
Yamsha torció el cuello en dirección al bosque por centésima
vez. Tenía que cerciorarse de que no se acercara nadie que
pusiera en peligro a los moradores del castillo del clan Minamoto; de él
dependía la seguridad de los hijos de Amaterasu, diosa del sol.
- ¿Lo ves, Goku? - preguntó una voz infantil desde el
fondo de la arboleda.
- Sí, lo veo, pero ¿qué está haciendo,
Osuka?
Después de una dedicada y exhaustiva revisión visual
del terreno (un valle rodeado por un bosquecillo de cerezos y moreras,
cubierto por cientos de crisantemos y con un lago artificial en el centro),
Yamsha se convenció de que, aparte de varias ratas, no había
nada que amenazara al castillo.
- Está cuidando las puertas del castillo- contestó Oskua
a su amigo.
- ¡¿Qué?!, pero si...
- ¡Shhhh ... Mira lo que va a hacer ahora.
Suspiró aliviado, y volvió a encerrarse en sus pensamientos,
hasta que empezó a sentir comezón en la espalda.
- ¿Qué va a hacer? Sólo mira el valle, y
ahí no hay nada - gritó desesperado Goku.
- ¡Shhh!, fijate y cállate - atajó Osuka al otro
niño nerviosamente, temeroso de que los oyera el samurai.
Yamsha desenfundó su katana con una sonrisa en los labios que
le iluminó el rostro, y a punto estuvo de sacarse el casco cuando
oyó ruído en la arboleda que rodeaba el castillo. Se volvió
justo a tiempo para ver cómo un niño de unos diez años
golpeaba en la cabeza a otro de menos edad. Iba a gritarle a la pareja
que se alejara de aquel sitio cuando el menor de los niños salió
corriendo, internándose en
el bosque.
Osuka corrió detrás de Goku entre los árboles
que cubrían las ruinas del castillo mil años despuès
de su caída.
-¡Eres un tonto, Goku! Por tu culpa nos escuchó.
-De acuerdo - contestó el otro niño, mientras se detenia
a tomar aire y a amarrarse una agujeta suelta del tenis -. Pero, ¿qué
estaba haciendo?
- Es el espíritu de un guerrero samurai que murió frente
a las puertas del castillo Minamoto hace mil años. Debido a su descuido,
el clan entero pereció a manos de los mongoles.
- ¿Y qué hace ahora?
- Trabaja de fantasme. Amaterasu lo castigó negándole
el descanso eterno, y ahora debe penar hasta que se acabe el mundo cuidando
las ruinas del castillo.
Yamsha escuchó la plática de los niños escondido
detrás de un árbol, y no pudo evitar sonreír.
Si bien Amaterasu le había negado el descanso eterno, se había
olvidado de quitarle la katana con la que, mientras existieran las estrellas,
se rascaría la espalda en un eterno éxtasis de placer.
Y Yamsha se preguntó:
-¿Qué de mejor tendrá el cielo?
Nota:
Los nombres (notarán) están tomados
de la edición española del comic Dragon Ball (que por entonces
nadie conocía), y el pretexto del autor fue que no podía
pensar en otros nombres japoneses.