SIGLOS DE SED Y FUEGO
Ricardo Guzmán Wolffer

El sueño volvió: los ojos del gran ofídio perforándole las entrañas con sendos rayos láser, violándolo por cada poro para excretarle gotas de lava que parecían jugar en todo su interior.

         En cuanto la gigantesca moneda plateada salió del horizonte, él abrió los ojos, llenos de urgencia. Eran ya demasiadas noches sin oportunidad de beber: no podría aguantar otra. Mientras rechinaba los largos y afilados colmillos, como cuando veía al Gran Reptil en sus sueños, volvió a preguntarse: ¿Es posible clasificar los sentimientos? Y la propia respuesta siempre era la misma: hace mucho que no hay sentimientos, sólo sensaciones. Nadie puede diferenciarlos ya. Nadie. Pero beber y lamiscar es bueno, muy bueno, se dijo. Y la imagen onírica le regresó, obligándolo a contestarle.  Pero lo mejor es servirte. Para eso necesito beber. Señor, sólo soy un sediento que busca servirte.
  Al apoyarse para salir, sus largas garras moradas arañaron el barril de desperdicios tóxicos: únicamente ahí podía dormir sin ser molestado; además, por una rara casualidad, la radiactividad le producía una agradable sensación de calma. ¿A dónde ir? Necesito beber para mirar por tus ojos. Apagar esta sed terrible. Oh, mis labios de fuego. El overol militar era necesario para ocultar la recortada cola y las cicatrices en los antebrazos, sobre las escamas; además, las pistolas se perdían entre las manchas verdes de la tela. Al pasar junto a una fogata hecha con residuos tóxicos, sintió las  miradas temerosas y con odio de los vagos, pero nadie se atrevió a decirle algo. Los dragones no eran muy populares en esa zona. Temen mis garras y mi aliento de fuego, pero más los atemoriza ver en mí a tu servidor.
          Bajo el cielo marrón y los aerobuses, confiado, echó a andar hacia la zona de bares. Sus fosas nasales, aguijoneadas por el hambre, buscaban hacia todas partes: debía encontrar un humano o un nahual sin infecciones para aplacar la sed y la resequedad de los belfos. Por las calles corrían las ratas. También vives en ellas y en todo ser vivo o muerto, pero no por eso hay que respetarlos. Son ellos quienes deben respetarte. Al escuchar las mordidas de los roedores en sus botas, los pateó.
  Después de caminar media hora, dio con una posible presa. Fue directo hacia la ramera de rostro picado. Por fin, por fin. Ella no olía sospechosamente, a pesar de las membranas entre sus dedos y las gigantescas verrugas en el cuello y en los labios. Convinieron el precio. Gracias, gran Señor; te ofrendo esta comida.
  -Orales, aquí trás se puede; no siempre ay reptil pa' checárle si tiene dos de los que harto me gustan -dijo, golosa.
   La golfa hizo un intento por tocarle el miembro, pero al sentir la enorme garra prensada en su nuca se dejó conducir al callejón. Desde la esquina, un perfil de coyote los vigilaba, fumando.
   Al levantarle la falda pudo advertir su error: la mujerzuela tenía herpes terminal. Mentándole la madre, la aventó al suelo. A gritos, ella le dijo:
  -¡Tsss, qué transa, cabrón! ¡Ché güey, si querías otra cosa nomás avisa¡
   Sin contestar, el sediento dio media vuelta; aún tenía tiempo para beber. Esta aridez que como tus ojos quema mis labios.
  De un brinco ella se le subió en la espalda.
  -Xolotzli y yo ti vamos a enseñar, mai. ¡Xolo!
  Antes de que terminara el grito, el nahual-coyote se plantó frente al enorme reptil, con el arma encendida. De entre la gabardina negra le sobresalía un cilindro láser. El dragón vio las arracadas del prehispánico, sus huaraches con picos de hierro y el escudo plumario en el pecho. Después de reír, dijo:
  -Así que un perro quiere enfrentar al invencible Fafner. Esas arracadas de conjuro son tan inútiles como tu vida. Todos los nahuales son unos miserables jodidos. Si algún día fueron espíritus protectores de los grandes ancestros ahora sólo les queda proteger a estas putas de mierda. Jodidos.
   El coyote hizo unos movimientos y desapareció para materializarse atras de Fafner. El dragón conocía ese truco tan viejo. Sólo tuvo que tirar el codazo hacia atras. El golpe dio en el blanco. El nahual se fue al piso, sangrando del hocico. Esa sangre escurre en tu rostro de fuego, incendiándolo aún más. Mientras el can sacaba una pistola, el reptil tomó a la meretriz por el cuello. El prehispánico jaló el gatillo tres veces. La gran víbora detuvo los tiros con el cuerpo de la cortesana. Ella cayó al suelo, con el tórax destrozado. El coyote quiso golpearlo, sin éxito. Con facilidad, Fafner le clavó las garras en los ojos, luego le abrió el estómago. Siempre era un placer para él sentir el vaporcillo de la sangre al brotar de la carne viva. Son como los aires de tu aliento, puerta del infierno. Las glándulas salivales escurrían. Entonces su olfato le dio La indicación. Sorprendido, hizo a un lado la cabeza del coyote  para enterrarle los colmillos en el cuello peludo. El primer trago fue bueno. Pero el segundo... Apretándose el estómago, vomitó. Entre los coágulos a medio digerir, regados en el piso, pudo advertir la causa: el tipo había ingerido droga líquida. Ayúdame, necesito beber. Abandonar estos hielos secos de mi interior. Se queman mis estómagos. Chirriando los dientes, despedazó el cuerpo.
   Con los colmillos resecos, iba a salir del lugar cuando una aeropatrulla puso sus luces en el callejón. ¡No se mueva, está detenido!, dijo el altoparlante del vehículo. Suspirando, aguardó a que estacionaran la máquina contra la pared. Eran dos jóvenes, bien rasurados y con el uniforme impecable. Sonrió, malicioso, mientras asentía: su sedienta espera podría finalizar.
  Apenas dejaron la patrulla, se les fue encima. Y entonces el cordero subió al altar y los picos escurrieron sangre, dicen tus escrituras perdidas. Jamás habían visto un dragón tan rápido. Los libros enseñaban que los siglos de encierro volvían torpes a los grandes saurios. Craso error. Ni siquiera tuvieron tiempo de sacar las armas cuando Fafner ya los tenía bien agarrados. Matar al primero fue sencillo, de una rápida mordida en la nuca. El plasma sabía a mutación. Arrojó el cuerpo convulso junto al vehículo.
  Con los colmillos salivando, sujetó al otro por el cuello. Eres deidad y carne: todo te debe ser ofrendado. La presa quiso gritar, pero las garras le extirparon la lengua. Impaciente, con su punzante uña, el reptil hizo salir la sangre de la yugular. Tras cerrar los párpados, durante varios minutos tragó en éxtasis del fuerte chisguete. Puerta del infierno. Ojos quemantes. Vaso de perdición. Odio permanente. Arca de la alianza rota. Por momentos, sus escamas adquirieron otro tono. Cuando el delicioso arroyo parecía  secarse, puso el cuerpo cabeza abajo y las perlas rojas volvieron a convertirse en una suave llovizna.
   Satisfecho, hizo una pila con los cadáveres bajo la patrulla. En verdad la misión concluirá, pero el ritual debe ser completo. Hinchando el pecho una y otra vez, jaló aire por las fosas nasales y por las branquias. Una corriente eléctrica comenzó a correr por su espina dorsal hasta encender una chispa en la garganta. Abrió el hocico y una poderosa llama salió junto con el legendario chillido del dragón para hacer una hoguera con los restos humanos. Mientras  comenzaba a achicharrarse la pintura, pudo leer en la puerta del vehículo: "Nuestra misión es servir". Vaya que sirven, se dijo.
  Antes de salir del callejón, estuvo observando los juegos de las llamaradas entre las paredes. Estamos en el fuego, pero el poder se extiende a todos los elementos. Sobre un muro pudo ver la sombra de su perfil. El cuello parecía habérsele ensanchado. Los pómulos sobresalían de entre los largos bigotes. Con un escalofrío, no pudo dejar de escuchar las frases tantas veces dichas desde siglos atrás, cuando los dragones fueron recluidos a las cavernas más profundas y el Amo era como una rata rabiosa en su cerebro. Las sombras pueden cambiar cualquier rostro, cualquier esencia. Emanan de nosotros, pero nos moldean a su antojo, fuera de nuestro control.
   Desde que Fafner saliera de los subterráneos, junto con los demás monstruos, se había propuesto ser la sombra de la mundo. Para darle forma correcta, sólo necesito tus luceros ígneos, gran reptil. Y él sabía que ese era su destino. El sueño persistente era su indicador.
  Harto, Fafner echó a caminar rumbo a la plaza del centro. Todas sus pesquisas apuntaban a la vieja catedral. Ahí hallaría el  último dato para dar con la máscara de los ojos de fuego. Y seguramente también se encontraría con el torpe humano aquel que lo perseguía desde varios años antes.

  Abrió los ojos amarillentos. El olor a quemado y los gritos de horror no le sorprendieron: su aldea solía ser presa de los Vándalos o de los dragones solitarios, a pesar del alto muro alambrado que circundaba las construcciones. Él vivía en el piso diez. Los atacantes siempre llegaban por el lado norte de la muralla;  tendría tiempo para prepararse y esconder a sus mujeres. Apenas con prisa se revisó las botas, la RX-150 en la cintura y el overol de carbono comprimido. Inconscientemente se pasó los dedos por entre la larga cabellera cobriza y la barba de candado. Al dar con dos insectos, los aplastó con rapidez. Entre los escombros de las paredes que las hembras habían tirado para estar siempre a su alcance, estaba la espada láser. La puso en su cinturón.
  Ser el único hombre en el piso tenía sus inconvenientes, no todo era fornicar y procrear niñas. El ganado femenil era invaluable: la poligamia aseguraba la perpetuación de los humanos. A los veinte años, y a pesar de su cuerpo escuálido, era uno de los pocos machos que tenía un piso completo en los megafamiliares "Juárez". En los pueblos vecinos eran apreciadas las mujeres pelirrojas, como las que siempre tenían sus esposas, gracias a los cuidados que les procuraba.
  De pronto advirtió que los gritos llegaban de todas partes del edificio. Al asomarse a la ventana, el espectáculo a su alrededor lo dejó helado. Los demás edificios, aún los silos, ardían en llamas; sólo faltaba el suyo. Y la causa era un inmenso chorro de fuego que  salía de su azotea, acompañado de un chillido que calaba hasta el alma. Santa Filo, se dijo en silencio, es Fafner el aborrecible.
  Sin perder un instante, ordenó a sus mujeres que fueran a encerrarse al sótano. De los distintos montones de pieles y telas fueron saliendo. Los hombres las defenderemos, les dijo. La primera esposa quiso abrir la puerta, sin éxito. Estaba sellada por fuera: el depredador los había encerrado. Rápido, por el circuito pide ayuda a Rodolfo y al Castor. En ningún piso le contestaron. Los barrotes en las ventanas eran inamovibles. Afuera, los gritos y el estallido de los vehículos se confundía con el bramido mortal del cazador. Háganse a un lado, voy a reventar la pared. Jaló el gatillo de la RX, y en el muro se hizo un hueco apenas suficiente para las niñas. Al segundo disparo todos pudieron pasar. Con el apuro de salir, nadie advirtió que el rugido del techo había cesado momentáneamente. Las mujeres llevaban comida, algunas sus cruces y otras las estampas antiguas de Santa Filo. En su precaria percepción, ellas advertían una oleada de pánico en todo el edificio.
  La primera en tocar el pasamanos dio un aullido. El metal parecía estar a punto de reventar, al igual que sus corazones. A una señal de él, todas callaron. No había duda, los seis pisos de arriba estaban en llamas. Entre la humareda, con la velocidad del pánico, echaron a correr hacia la calle. Al llegar al segundo piso se detuvieron: al final del corredor varias decenas de mujeres se abrazaban unas a otras. De abajo llegaba el sonido de la batalla. A una seña, las pelirrojas se unieron con las otras. Esperar, sólo eso sabían hacer.
  En la puerta del edificio, cuatro hombres disparaban contra el enorme dragón, usando por barrera los cuerpos de sus compañeros  muertos. Fafner contestaba con una enorme pistola. En la otra garra tenía un machete ensangrentado. Al ver llegar al hombrecillo con el arma por delante, sonrió.
  -De modo que es cierto: un niño puede tener su propio serrallo. He acabado con todos los edificios para llevarme a tus mujeres rojas, las necesito.
  Como si sólo hubiera estado esperando la llegada de ese adversario, el reptil arremetió contra los cinco hombres. Los proyectiles se le enterraban en la ropa y escamas, sin dañarlo. El machete dio cuenta de los primeros cuatro enemigos. Cuando el último se sintió acorralado, la espada hizo presencia. Un tajo alcanzó los antebrazos del dragón, haciéndolo sangrar. Pero en sus garras el machete era más rápido que cualquier arma láser. El hombre se dio cuenta que había perdido los brazos hasta verlos en el suelo. Después, el tajo en la nuca lo inmovilisó de inmediato.
  -Eres rápido, pero no lo suficiente. Lograste marcarme. No importa, lavaré mis heridas con tus mujeres rojas, después de ofrendarlas.
  Mientras veía su propia sangre propagarse sobre el piso, pudo escuchar los gritos agónicos de las mujeres. Y lo supo de inmediato: la aldea no existía más. Sin hembras sólo puede haber muerte. Me vengaré, me vengaré, musitaba. Antes de perder la conciencia, volvió a escuchar aquel chillido de fuego que nunca olvidaría.
  Varios días después, abrió los ojos. Estaba rodeado por los brujos de bata blanca y guantes de plástico. Decenas de tubos plateados entraban y salían de su cuerpo maltrecho, conectándolo con los cubos inteligentes y sus pantallas luminosas.
   -¿Y las mujeres? ¿Dónde están?
   Las caras con tapabocas callaron. Al fondo del cuarto, sobre una larga lámina, descansaban prótesis de titanio: brazos, pies, vértebras, etcétera.
  -¡Contesten!
  -Todas murieron, el dragón esparció la sangre de las hembras por todos los edificios.
   Al sentir el cuchillo eléctrico, entrándole en la carne, sin anestesia, cerró los ojos.

  El saurio apenas recordaba el nombre del fastidioso aquél; sólo el rostro desencajado y las palabras histéricas volvían una y otra vez a su mente: pagarás por la muerte de mi aldea, maldito. Ya lo pagarás. Únicamente los elegidos permanecen en el reino de las tinieblas. Sí, esas palabras proferidas entre el humo y la desolación de los cadáveres regados. Eran los tiempos en que Fafner pensaba que podría moldear al mundo si acababa con los imbéciles humanos, únicos causantes de la muerte en el planeta. Somos cuerpo y materia espiritual. Sin un recinto, pereceremos. En aquella época, su fuerza de depredador brillaba enceguecedora. Desde que advirtió la existencia del parásito ese, la situación le mostró la permanente ironía de los humanos: para ellos, su único fin en la vida era causar la muerte. Fue entonces cuando los sueños llegaron. Y supe que sería tu esclavo.
  Durante el camino, bajo las luces artificiales, Fafner recorría con la mirada las derruidas láminas en los hermosos edificios: "Monumento de la Revolución", "Palacio de Bellas Artes", "Correos". Nadie supo si fueron las guerras civiles o la mortal  contaminación lo que había dejado así a las construcciones. Iba vigilando a los Vándalos que trotaban por todas partes; esos pseudo humanos que durante años habían podido sobrevivir en las coladeras más profundas o en los bunkers de los antiguos sindicatos. De atras de una marquesina rota salían los gritos de terror de varios niños. Levantando los hombros con desgano, musitó para sí: algún despellejado o de nuevo los pederastas. Ellos también se alimentan y así te sirven, pues tus ojos de ascuas lo ven todo. A lo lejos, sobre el mercado "Jamaica" y desde el aire, las aeropatrullas se liaban a tiros con algún hampón. La ciudad nocturna podía ser peligrosa, aún para el dragón. Al llegar al "Templo Mayor" y ver aquellas amontonamientos pedregosos se repitió una vez más la pregunta: ¿dónde habría quedado aquella sabiduría? Los herederos más directos eran los nahuales. Y, para el reptil, los prehispánicos vivientes sólo eran unos perfectos estúpidos. Los antiguos sabían que su ciclo estaba por concluir. Ahora ha llegado el nuestro, latente por siglos.
  En medio del zócalo, dos oxidados vagones anaranjados salían del suelo con los destrozados frentes apuntando al cielo, como si acabaran de chocar para dejar una escultura absurda. Excepto aquel recuerdo de los días en que los humanos dominaban la tierra, en el zócalo sólo quedaba la catedral; lo demás había sido reducido a cenizas por aquellas turbas enloquecidas de las guerras civiles.
  Al llegar a la puerta de metal reforzado, Fafner dio contra una guardia de fanáticos. Usaban sotana blindada, de la que salían pies deformes y purulentos. Los rostros tumefactos y supurados denotaban la infección de la plaga. Era bien sabido que ellos mismos se la habían inoculado. Con la muerte rondándolos, nada temían ya. El saurio conocía las manías de esos suicidas.
   -El sida es divino...
  -...porque Dios castiga a los pecadores... -contestaron al unísono.
  -...y sólo vivirán los creyentes -remató el dragón.
  -¿Qué podemos hacer por ti, hermano? -dijo el lider de los fanáticos.
  -Vengo a meditar bajo la mirada del creador. Dejadme pasar, la Iglesia somos todos.
  -Conoces los principios, hermano.
  El lider se levantó para dar paso a Fafner, quien apretaba las quijadas para no burlarse de esos necios. Le parecían peores que los prehispánicos vivos. Sólo estos imbéciles puede desperdiciar tan futilmente la propia vida; y peor para ellos, porque los humanos viven unas cuantas décadas. Sin este cuerpo sediento y sin llamas que sentir todo es absurdo. Las manos de los guardianes se unieron para abrir el enorme pórtico. En sus muñecas estaba el tatuaje distintivo: "PROSIDA". Apenas hubo entrado, las puertas se cerraron a sus espaldas. Aquí estará el camino hacia tus ojos de fuego.
  Pocas velas alumbraban la gigantesca nave polvorosa. La catedral seguía igual desde cientos de años antes. Los enormes soportes tubulares corrían irreflexivos de las paredes al suelo y de ahí al techo. Un esbozo de sonrisa salió de los belfos, dejando ver algunos coágulos de la comida apenas digerida: en el gigantesco órgano estaba un robot. Los fanáticos lo habían puesto ahí. La música celestial debía ser eterna y sólo las máquinas pueden alabar a dios por siempre. La neblina nocturna salía de las catacumbas, todas profanadas para guardar chips y metales preciosos. Los restos humanos habían dejado de ser respetables. La misa del asno alternaba  con las tocatas de Bach y los sintetizadores.
  Con su poderosa vista, el ofidio comenzó a escudriñar en los iconos. Los antiquísimos óleos apenas eran visibles. La única luz es vista por tus ojos, pues de ellos sale para retorcer el mundo. En una de esas pinturas debía estar la respuesta. A llegar a la mitad de la iglesia, el sonido de las balas tintineando en el interior de una escopeta lo obligó a escudarse tras un pilar. Supo quien era, aún antes de oír la conocida expresión: pagarás por la muerte de mi aldea, maldito.

  Al despertar, inconscientemente, volvió a pasarse los dedos por el cabello..., y dos manos tocaron su pelo: los brujos de bata blanca habían hecho el milagro. Por Santa Filo, estoy completo de nuevo. Después de pagar las operaciones con comida y tepalcates, se dio a la tarea de rastrear al maldito enemigo. El primer paso fue revisar el megafamiliar. Todos los edificios habían sido reducidos a escombros. Donde tuviera su próspero harem, aún quedaban algunos cráneos mordisqueados por los seres de la noche. En la zozobra de la soledad, lloró por la muerte de sus mujeres.
  En las aldeas de ese valle marchito eran muchas las leyendas sobre Fafner, el aborrecible, el único dragón conocido desde antes de las eras del deshielo; aunque demasiado se decía de los demás monstruos algún tiempo encerrados, los hombres no tenían registro de otro animal tan asesino. Empero, en ese mundo revuelto, lleno de luchas entre tantas clases de mutantes y donde algunos robots comenzaban a saber de su propia existencia, los humanos eran una raza en extinción.
  Buscó en las cajas inteligentes de los policías; ahí había  una lista de sus crímenes, tan larga que se necesitaban horas para leerla y tan errática que para dar con el depredador sólo se le ocurrió entrar clandestinamente a la red policiaca. El hombre había escuchado la transmisión de los novatos al reportar un dragón y también cómo se cortaba la línea. Al llegar al lugar de la masacre, los huesos aún ardían entre las láminas retorcidas. Después fue fácil dar con Fafner: una bestia de ese calibre no pasaba desapercibida en ningún lugar.

  Entre el polvo nocturno volvió a verlo. El pelo y la barba hasta la cintura; los hombros cercenados con brazos huecos de titanio; los recubrimientos metálicos en el cuello y la nuca, y esa voz tipluda eran inconfundibles. Si el cordero regresara del altar y en los picos hubiera secado su sangre, su retorno sería por siempre, dicen tus escrituras perdidas. Fafner, demasiado vigoroso por la sangre digerida, tenía toda la intención de librarse de aquella molestia.
  El primer tiro pegó contra la estructura tubular. Del órgano comenzaron a salir las notas de la Tocata y Fuga en Re menor.
  -Ahora sí, maldito, pagarás por todos tus crímenes.
  Dos proyectiles más dieron en el piso. El saurio gritó:
  -Nunca debiste venir. La muerte de los habitantes de esos edificios estaba predestinada. El hombre ha llevado la devastación a todas partes y sufrirá por su atrevimiento.
  Soltó la ráfaga y un plomo dio contra el overol de Fafner, sin provocarle más que un rasguño. Entonces escuchó al sujeto abrir el arma para recargarla. Pobre imbécil, pensó el reptil. Sus  musculosas piernas se tensaron para catapultarlo. Dio un salto para cruzar la polvorienta nave, entre los tubos. Al caer, con inaudita velocidad, las garras apresaron el cuello del hombre. De un golpe, le tiró las balas y el arma.
  -Debiste entenderlo antes. Si toda tu aldea no pudo conmigo, menos tú. Sólo hice justicia en este mundo deshecho por ustedes.
  Renuncio al mundo de pureza. Renuncio a toda luz. Acepto tu obscuridad. Como escarmiento a sus demás perseguidores, el ofidio le partió la nuca para colgarlo en una capilla, crucificado, enredando el metal torcido de las prótesis en los antiguos barrotes. Le enterró un alambre en la base del cráneo para amarrarle la cabeza contra las rejas. Y si el cordero vuelve será coronado para la celebración.
  -Mañana serás noticia y todos seguirán respetando a Fafner.
  Los ojos, a punto de explotar, en el silencio de la muerte, vieron alejarse al reptil. A los lados del tullido, sendos ángeles oraban, observando la figura del mártir atras de la reja y del hombre. De las alas y ojos de yeso, caían frescas gotas rojas.
  Por aquí debe estar, maldición, pensaba el lagarto. Los soportes cilíndricos se retorcían conforme se acercaban al final del templo. Al llegar al fondo de la iglesia, escuchó cómo se abría la puerta de la entrada. Luego, las pisadas en desorden: los fanáticos habían entrado. En ese instante vio en lo alto del retablo a San Jorge y al dragón. El demonio miraba hacia abajo, como si no existieran esos veinte metros de aire. Su expresión era de regocijo, como si la lanza que lo perforaba le causara la mayor alegría... Y los ojos eran de fuego. Un escalofrío de triunfo le recorrió el  cuerpo a Fafner.
  Sus garras eran perfectas para trepar. Cuando se apoyó en el primer tubo, la luz enfermiza del amanecer puso sus raíces en los vitrales de las ventanas. Las aguas de lo alto te ungirán. Los gritos horrorizados a media nave le aseguraron que los suicidas habían dado con el crucificado. Apresuró el ascenso. Tus ojos verán al nuevo mundo. La refulgencia solar lengüeteaba ya el retablo. El lagarto estaba frente al demonio rojo cuando los fanáticos llegaron.
  -¡Baja, desatinado, provocarás la ira del Divino!
  -¡A callar, estúpidos!
  El dragón arrancó la cabeza de su semejante en el retablo. En el interior había una máscara. La levantó mientras gritaba:
  -¡Se cumplirá la profecía, el sueño será realidad!
  -¡Detente, insensato, aún puedes salvarte!
  Fafner se colocó el mascarón. Su visualidad se transformó por completo. Será a través de tus ojos como se sabrá de la verdadera ley pues para ellos no hay secretos. En lugar de los tubos enredados a lo largo de la nave, había serpientes emplumadas fornicando. Las paredes eran sólo metal, huesos y desechos tóxicos. El saurio cerró la pupila para advertir que adentro de la mascara había varios lentes sobrepuestos... Y entonces levantó la cara. La timorata luz se convirtió en rayos de tormenta que le penetraron instantáneamente el cerebro, tal como sucedía en sus sueños. Y las dos bestias  se arrojarán en un estanque de fuego. El efecto fue fulminante. En un instante su cuerpo no fue más suyo. Durante la breve, pero interminable caída, los truenos estallaron por todo su cuerpo. Para celebrar las bodas del eterno. Con un siseo apenas audible, expiró.
  Los hábitos se movían alrededor de la bestia. Después  llegaron más sotanas con noticias del crucificado. Al día siguiente habría un nuevo Cristo y un nuevo Demonio en las capillas de la catedral: perfectos para la época del ocaso.